¿Cómo fue que llegamos hasta acá? ¿Cómo pasamos de los peloteros a la desaparición forzada de Santiago Maldonado? ¿Cómo fue que salimos de las bicisendas y empezamos a ser bajados de los colectivos por la policía, sospechosos por un cartel, una remera, una bandera o cualquier cosa? ¿Cuándo apagaron Arde la ciudad y empezaron a arder esos dos autos frente a la casa del juez Eugenio Zaffaroni? ¿Cuándo fue que pegamos el salto de lo que pretendía ser divertido y se reveló siniestro?
Tiene mucho de siniestro lo que nos pasa. En el sentido de que lo que creíamos que nos protegía, nos ataca. Es siniestra la manera en la que se aparenta y en la manera contraria en la que se procede. Porque aunque cuando se conocieron los resultados del punto y medio de ventaja para Mauricio Macri, en 2015, uno haya llorado la interrupción de un ciclo de inclusión que podía mutar, virar, profundizarse, cambiar de conducción, cambiar de alianzas, en fin, incluso aquel día, uno pensó que sería opositor. Pero no está siendo posible. Cuando hay persecución política no se puede ser opositor.
Cuando en un país democrático hay oposición, esa oposición alza la voz si encarcelan con causas inventadas a Milagro Sala, aunque Milagro Sala les caiga mal. Pero aquí, y ya desde enero de 2016, con la obviedad de la malformación del Tribunal de Justicia jujeño, hubo un consentimiento de muchos que se pretenden opositores, no a la gobernabilidad de Macri, sino a que Macri pudiera encarcelar personas “porque casi todo el mundo cree que es culpable”. Ese consentimiento, que continuó, dio el visto bueno a las detenciones preventivas ahora de Julio De Vido y Amado Boudou. La realidad nos está diciendo todos los días y de muchas maneras distintas que en la Argentina de hoy se puede pactar con el gobierno, pero no oponerse, porque si hay persecución no hay libertad de conciencia. Si hay aprietes judiciales coreografiados no hay libertad política. Entonces, para resumir algo complejo: en 2015 creímos que Cambiemos había ganado las elecciones pero que seguíamos viviendo en el mismo sistema. Y eso no sucedió. Y es obvio. Y los que no lo ven hacen que no lo ven.
Lo que llamamos democracia y lo que identificamos con lo democrático se extingue cada día un poco más, envilecido por el coro de sirenas malformadas que desde los grandes medios ejercen su papel de porristas. Nos habíamos pasado los últimos cinco años discutiendo sobre la libertad de expresión. Hoy estamos en estado de alerta porque Página 12 ve amenazada su continuidad. Quieren que C5N sea otro TN y lo harán. Se acallarán muchas voces, por lo menos un puñado. Pero desde hace dos años hay voces que están prohibidas. Y discutíamos la libertad de expresión, y la SIP hacía comunicados, y periodistas de renombre se quejaban en la OEA, y ahora… no les importa nada, pero la élite periodística gana mucho más dinero que antes. Esa franja periodística servil es una de las pocas beneficiarias de este modelo autoritario. El envilecimiento periodístico, que no tiene que ver con los trabajadores de medios que tienen día menos oxígeno, tiene mucho que ver con el sentido común desfigurado que altera a gran parte de la población argentina.
Como escribió Luis Bruschtein hace un par de semanas, ahora los únicos que pueden salir del closet son los fachos. ¿Cómo pasamos de lo cool a lo facho? ¿Es lo cool, en esta época tan rara, a lo que aspiran los fachos? El envilecimiento periodístico tiene una enorme responsabilidad en este clima hostil de la vida diaria, en este agobio. Esa necesidad –encima rentada– de seguir odiando, de seguir ensuciando, está esparcida en las pantallas y las radios. De ahí baja una corrosión que sale al encuentro de la sombra de una sociedad. La cirujana de Nordelta a Michelle, en síntesis, era “sacame a esta gente de acá”.
Eso es el gobierno de Macri. “Sacame a esta gente de acá”. A Cristina cuando era presidenta la quería “tirar por el balcón”. Empezó su gobierno diciendo “quiero gente presa”. A los mapuches había que sacarlos de la ruta. A Santiago Maldonado lo sacaron del todo. A Milagro Sala la sacaron de la libertad. A los chicos de la Tupac Amaru los sacaron de sus casas y sus piletas. A otros chicos los sacan de las escuelas, y a los jóvenes de las universidades, para hacer colas interminables por un trabajo que hace dos años hubieran rechazado. A los viejos los sacan de la salud, a los discapacitados les sacan las pensiones. La cirujana de Nordelta no sólo es una mujer blindada en una ilusión, que es ser ella misma más refinada o más privilegiada de lo que es, sino que está blindada con la impronta siniestra del macrismo, que es el desprecio profundo por los que no son ellos mismos y con la manera brutal de comunicarlo. Empiezan hiriendo con el lenguaje.
Como en un espejo invertido, lo que a muchos de nosotros nos espanta del escenario gubernamental, esa aglomeración de excompañeros de un colegio caro y de Ceos de trasnacionales que cualquier niño sano de diez años advierte que jamás tomarán decisiones que beneficien al pueblo, a muchos otros los fascina. No es un tipo de fascinación novedoso. Proviene del fondo oscuro de la historia, cuando tomó forma la idea imperial. Cuando de la tragedia y la comedia griegas como expresión cultural, la humanidad giró de eje y dio paso a las multitudes que se divertían viendo morir a esclavos o a cristianos en un circo. El emperador tenía el derecho de subir o bajar el pulgar. Esas multitudes que encontraban fascinante la muerte de alguien a quien consideraban inferior, delegaban a su vez en el pulgar del emperador un poder extraordinario y sórdido.
Como primera observación, se diría que estamos comprobando que para quienes, como la cirujana de Nordelta, ven en “esa gente” a “bestias” que no tolera ni ver, el proyecto de país inclusivo que defendimos y seguiremos defendiendo muchos, es algo absolutamente revulsivo, como lo fue el primer peronismo y como lo han sido todos los gobiernos populares. El argumento despreciativo de la cirujana es el habilitado por el pulgar del poder. Este régimen necesita que mucha gente desprecie, que mucha gente reconvierta la satisfacción que no tiene en la certeza de que hay otros que están siendo castigados. Podrán prohibir muchas cosas, pero jamás prohibirán el odio. Lo fomentarán. El odio ha sido, siempre, la herramienta política de las tiranías.
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