lunes, 30 de abril de 2012

CASTELLI Y MONTEAGUDO








Esta charla sobre Castelli y Monteagudo, nada menos que en el stand de la Presidencia de la Nación, es muy emotiva para mí, en primer lugar porque me siento más que honrado de haber sido invitado, y en segundo lugar porque una actividad así es sintomática de un cambio de época.

Este cambio de época tiene algo que ver con el aniversario que celebramos ayer, pues hace nueve años comenzó en Argentina una etapa de recuperación no sólo económica, sino fundamentalmente política. La política volvió al primer plano, la transformación volvió a verse como posible, y empezamos a recobrar una conciencia nacional que nos habían arrebatado, una autoestima de la que habíamos sido despojados tras décadas de prédica autodenigratoria, justamente porque nuestros opresores sabían muy bien aquello que decía Monteagudo, y repetía Jauretche, de que un pueblo temeroso e inseguro es más fácil de someter. El interés por la Historia es un indicativo del renacer de la política y del sentido de Nación. Pero los que nos ocupamos de la Historia notamos algo más: un interés específico en ciertos personajes que hasta ayer eran malditos para la Historia oficial, y que hoy son vistos como héroes negados, silenciados, sobre los cuales el público desea saber más, porque intuye que el ocultamiento y la distorsión de estos personajes no es casual: que obedece a motivos profundos, y que ellos tambien fueron en cierto modo -y disculpenme la metáfora- "desaparecidos". Fueron los desaparecidos de la Historia oficial, la misma historia que hizo desaparecer de las crónicas a los indios, a los negros, a grupos sociales enteros que no encajaban con el relato que se nos quería transmitir.

Fíjense que en ese desaparecer que ya viene de nuestros primeros historiadores, Vicente Fidel López consideraba que la historia no debía ocuparse de las luchas de los indios, pues formaban parte de una suerte de crónica menor.

Joaquin V. González
, cuando era joven y no estaba inficionado por la ideología de la oligarquía, criticaba a los historiadores oficiales por haber desconocido y silenciado la gran rebelión por la dignidad y la Independencia de Tupac Amarú, a la cual Mitre intentaba disminuir calificándola de simple "montonera", mientras Sarmiento consideraba a los grandes jefes de la resistencia indígena, Capoulicán y Lautaro, como "indios apestosos".

Por eso me alegra enormemente que hoy volvamos a hablar de gente como Belgrano y empecemos a reconocerlo como el verdadero Padre de la Patria. Me alegra que hablemos de hombres como Castelli y Monteagudo y que haya personas que se agrupan y organizan para homenejearlos. El año pasado, los integrantes del Espacio Monteagudo, aquí presentes, promovieron la recordación del 222 aniversario del nacimiento del gran patriota tucumano (que no por casualidad nació el año de la revolución francesa), y yo tuve el honor de haber sido invitado a exponer sobre su pensamiento en la Casa Patria Grande Néstor Kirchner, la ex sede de la Secretaría General del Unasur, pues ciertamente este prócer fue el precursor ideológico de la unidad continental, como enseguida veremos.

Y este año, ya se está organizando otro grupo de compañeros, tambien presentes, en torno al propósito de reivindicar a Juan José Castelli del silenciamiento al que fue sometido. Entre otras cosas, proponen que se haga un acto oficial de homenaje cuando el 12 de octubre de 2012 se cumplan 200 años de su muerte, una muerte muy triste luego de una tremenda agonía, envenenada aún más por la ingratitud de sus contempóraneos; pues, como recuerda Manuel Moreno, Castelli, el gran orador de Mayo, el hombre que gestó y organizó la revolución desde las sombras, murió "pobre y perseguido" y su familia quedó en la ruina despues de haberlo dado todo por la patria; su casa fue rematada a precio vil y su viuda, en la miseria, debió esperar 13 años a que le acordaran una pensión. Tambien piden que la estatua de Castelli, que se encuentra en Plaza Constitución, sea trasladada al lugar central que se merece, en Plaza de Mayo, frente al Cabildo que hace dos siglos lo vio caminar febril preparando en los rincones el gran movimiento que nos hizo nacer a una vida independiente, y que lo oyó rebatir con inexorable lógica y formidable valentía los argumentos de los defensores del Virrey: esos cipayos partidarios de la dependencia y la sumisión que por desgracia nunca faltaron en estas tierras.

Castelli y Monteagudo tienen muchas cosas en común. Ambos fueron demonizados en vida y despues de muertos. Yo titulé mi libro sobre Monteagudo "El discípulo del Diablo" para aludir a esa demonización, pues era el discípulo de Castelli, a quien los oligarcas altoperuanos llamaban "Satanás". (Tambien lo llamaban -aludiendo a su segundo apellido, Salomón- "musulmán" y "judío"). Castelli inauguró una larga lista de patriotas demonizados, ya que su actuación había sido tan notoria que no se lo podía ocultar. Fue tan convincente su demonización que el general realista, Goyeneche -un repugnante verdugo que prefiguraba a los terroristas de Estado del presente-, cuando consiguió expulsar a los patriotas del Alto Perú, hizo exorcizar la residencia donde se alojaba el maléfico tribuno porteño, con procesiones de hachas encendidas y lluvias de agua bendita para espantar a los demonios.

¿Y qué decir de Monteagudo? En Bolivia, Argentina, Chile y Perú, fue constantemente perseguido por la calumnia, como bien señala Ricardo Rojas. Las mentiras que sobre él se escribieron parecen increíbles, invadiendo incluso su vida privada y adornándola con espantosas leyendas de depravación. José María Ramos Mejía llega a compararlo con Nerón y con otros ilustres pervertidos de la Antigüedad. Se le han adjudicado crímenes que otros cometieron u ordenaron. Se le han desconocido los méritos más evidentes, como el de haber redactado el acta de independencia de Chile, ya que los historiadores de la oligarquía chilena nunca perdonaron sus ínfulas continentalistas. Perú, donde fue el primer gobernante efectivo (pues el Protector San Martín delegaba en él la administración cotidiana del país), y donde produjo una increíble transformación en los pocos meses que duró su gobierno, no lo recuerda más que con una modesta placa en la Biblioteca Nacional de Lima que él fundó reuniendo sus innumerables libros con los de San Martín. La oligarquía degradada de Lima ("capital del imperio del egoísmo", la bautizó Monteagudo) le tenía un odio visceral por las políticas revolucionarias que adoptó contra los ricos españoles: odio luego transmitido a sus historiadores nacionales hasta el presente.

Veamos cómo pensaban y actuaban estos dos grandes hombres y comprenderemos los motivos de tanta demonización.

Se conocieron a finales de 1810 en el Alto Perú, aunque ambos se conocían de mentas desde mucho antes. Castelli tenía 46 años, y era un hombre mayor para la época -pues buena parte de los revolucionarios pertenecían a una generación más joven-. Llegaba al Alto Perú en calidad de representante de la Junta de Buenos Aires y comisario político del Ejército revolucionario. Lo precedía una fama temible ya que había sido el hombre que osó fusilar a un ex Virrey, a Liniers, por orden de la Junta. Tambien se lo recordaba allí por haber sido un brillante estudiante de leyes en la Universidad de San Francisco Javier de Chuquisaca, donde estudiaron Moreno y el propio Monteagudo. Posiblemente, integraba una logia secreta independentista chuquisaqueña con ramificaciones en Buenos Aires, de la cual era tal vez el cabecilla. Había preparado durante años, junto a su primo Belgrano, las condiciones políticas para llevar adelante un cambio de gobierno, difundiendo ideas por la prensa y conspirando en la sombra. Había sido gestor e ideólogo de Mayo y conformaba con Belgrano y Moreno el núcleo duro revolucionario. Los historiadores acostumbran a señalar a Moreno como el alma de la Revolución, olvidando el relevante papel de Castelli. Cisneros, que no era tonto y tenía mejores fuentes de información, lo sindica como "el principal interesado en la novedad", y Monteagudo lo llamará después de su muerte: "genio ilustre que dirigió los primeros pasos de la Junta y por cuyos extraordinarios esfuerzos hemos llegado al camino en que ahora nos hallamos".



Inteligente, resuelto, de soberbia presencia, de gran formación intelectual, lector de Voltaire, Diderot y Rousseau, admirador de los jacobinos franceses, Castelli era ya una figura legendaria. Monteagudo lo definiría como "enemigo de todo término medio": no venía al Alto Perú para dejar las cosas como estaban. Traía el Plan de Operaciones y las órdenes de la Junta, y estaba dispuesto a arrasar con el orden colonial aunque le costase la vida, como efectivamente le costó. Su ejército acababa de obtener la gran victoria de Suipacha, que anonadó a los realistas y puso todo el Alto Perú en sus manos, sembrando el pánico entre los represores y asesinos del antiguo orden que temían la venganza de los pueblos. En aquel ejército triunfante se incorporaban por primera vez los sectores populares, los gauchos y los indios: Güemes hizo su glorioso debut en Suipacha y uno de los cañones llevaba como nombre "Tupac Amarú". Traía por misión incorporar a los indígenas a la revolución, reemplazar en la administración a los españoles por los criollos, expropiar a los realistas y fusilar a los jefes militares que cayeran en su poder. Las oligarquías y los racistas españoles (y tambien algunos criollos) se espantaban cuando oían relatar que les pagaba a los indios por colaborar con el ejército (cuando hasta entonces todo debían hacerlo gratis) y que se oponía a que estos se hincaran de rodillas frente a él, los hacía ponerse de pie y los abrazaba diciendo: "No, hermano, eso se terminó. A partir de ahora somos todos iguales". Ese era Castelli, a quien su biógrafo Chávez define como "un auténtico revolucionario porteño", y de quien el historiador aymará Reynaga dice: "Es un criollo extraño que insiste en restaurar el tawantinsuyo (...) y habla con franqueza de los derechos de los indios".

Un día se presenta en su despacho el joven Monteagudo. Con apenas 21 años es ya una celebridad. Tambien abogado, aunque proveniente de una familia muy humilde y sospechado de mulato o de zambo por el oscuro color de su piel, abandonó las leyes por la revolución. A los 19 fue el redactor del famoso libelo protorrevolucionario "Diálogo del Inca Atahualpa y Fernando VII", donde impugnaba magistralmente los pretendidos derechos de España para dominar América. A los 20, fue uno de los cabecillas de la Revolución de Chuquisaca, que el 25 de mayo de 1809 dio "el primer grito de Libertad" en el continente americano y que fue el origen de la sublevación altoperuana, feroz y sangrientamente reprimida. Condenado a muerte, luego perdonado, habiendo perdido a casi todos sus amigos a manos de los realistas, acababa de fugarse de la Real Carcel de la Corte de Chuquisaca, donde lo tenían detenido como subversivo. Ambos hombres se reconocieron como afines y pasó a ser el secretario personal y asesor de Castelli.

Castelli y Monteagudo, juntos, eran dinamita. Trastornaron todo. Convirtieron a la Universidad de Chuquisaca en un órgano de formación de cuadros revolucionarios.

Echaron a los españoles y a sus amigos de todos los puestos. Fusilaron a los asesinos y represores Sanz, Nieto y Córdova frente al atrio de la Iglesia de Potosí. Confiscaron a los terratenientes y restituyeron tierras a los trabajadores y a los indios. Defendieron a rajatablas lo que Moreno y el propio Monteagudo llamaban el "santo dogma de la igualdad". Y ello en una de las regiones más atrasadas, sometidas y reaccionarias de América. Eran un huracán. No preguntaban si era posible. Lo hacían.

Frenéticos de la Libertad, ambos sabían que no puede haber libertad sin justicia. "Ninguno es libre si es injusto", escribiría Monteagudo en sus famosas Observaciones Didácticas, "verdadero catecismo de la izquierda popular", como dirá Ingenieros. Y añadiría: “Solo el santo dogma de la igualdad puede indemnizar a los hombres de la diferencia muchas veces injuriosa que ha puesto entre ellos la naturaleza, la fortuna o una convención antisocial”.

Se comprende que estos personajes fueran odiados por los poderosos y los conservadores. Goyeneche los acusaba de emular a Robespíerre: curiosamente la misma acusación que les dirigían los timoratos Saavedra y Funes. Para estos últimos, eran dos terroristas, dos subversivos, "émulos del sistema robespierreano de la Revolución francesa". El mote de terrorista para descalificar a la izquierda tiene una larga tradición.

La conjunción de Castelli y Monteagudo dio nacimiento a dos ideas fundamentales de la revolución sudamericana: dos ideas prohibidísimas y rechazadísimas por los historiadores de las oligarquías criollas en las nuevas repúblicas, fundadores de los "grandes mitos nacionales": la emancipación de los indios y la unidad continental. Ambas ideas tuvieron su primera ejecución y manifestación en un ámbito de leyenda: las ruinas de Tiwanacu, restos de una antiquísima civilización que floreció durante tres mil años, cuando América todavía no existía en los mapas.

Fue en aquel paraje místico y sagrado donde Castelli decidió celebrar el primer aniversario del 25 de mayo, ordenando al ejército formar junto al impresionante Templo de las Piedras Paradas -el Kalassasaya- y convocando a los indios de la región de La Paz. En un acto de fuerte carga simbólica, enmarcada su silueta por el bloque de andesita bellamente labrada de la Puerta del Sol, Castelli habló a las tropas y a los indios, mientras los lenguaraces traducían sus palabras al quechua y al aymará. Rindió homenaje a los Incas por quienes hizo disparar una salva de artillería e invocó a Inti, el Sol de América, para anunciar la hermandad entre criollos e indígenas. Luego ordenó a Monteagudo leer el decreto que habían redactado "a cuatro manos" discípulo y maestro, en el que se prohibían todos los abusos sufridos por los indios, los tributos, la mita y la servidumbre, se los declaraba iguales a los blancos, se les reconocían derechos políticos y -cosa inconcebible- igualdad de acceso a los cargos públicos, se ordenaba establecer escuelas bilingües para ellos y repartirles tierras, se les permitiía elegir a sus propios caciques y designar representantes al Congreso. Nunca nadie se había atrevido a tanto, y menos allí, en una tierra en que los indios estaban obligados a trabajar gratis en las tareas domésticas de los blancos y a entregar la vida en las minas de Potosí, que se devoraron ocho millones de seres en un genocidio colosal. Si alguien no cree que estaban adelantados, piense que pasaron doscientos años antes de que un descendiente de aquellos indígenas llegara a la Presidencia de Bolivia, cumpliendo el sueño de Castelli y Monteagudo.

La otra gran idea que surgió de esta conjunción de voluntades revolucionarias la expresó Castelli por aquella misma época, al ilusionarse con la posibilidad de un avance militar exitoso sobre Lima, la cuna de la reacción española: "Nuestro destino es ser libres o no existir -auguró-, y mi invariable resolución sacrificar la vida por nuestra Independencia. Toda la América española no formará en adelante sino una numerosa familia que por medio de la fraternidad pueda igualar a las respetadas naciones del mundo antiguo. Preveo que, allanado el camino de Lima, no hay motivo para que todo el Santa Fé de Bogotá no se una y pretenda que con los tres y Chile formen una asociación y cortes generales para forjar las normas de su gobierno."

Castelli fue el primer intelectual en formular abiertamente la idea de una sola nación continental, allí, en el centro del continente, en inmediaciones del lago Titicaca, ese lago legendario de cuya Isla del Sol, según el inca Garcilaso, partieron los míticos Manco Capac y Mamma Ocllo para fundar el Tawantisuyo. Su acendrada vocación americanista lo hacía decir: "Amo todo lo americano y tengo consagrada mi existencia a la restauración de su inmunidad" (en abierto contraste con Rivadavia, que amaba todo lo europeo, preferentemente inglés). Y agregaba que moriría tranquilo cuando viera "asegurada para siempre la Libertad del Pueblo Americano".

Este americanismo fue heredado por el discípulo. Monteagudo gustaba decir que no era peruano, chileno, argentino o colombiano sino americano. “Mi país es toda la extensión de América”, agregaba, desafiando a los localistas estrechos. Creía ardientemente que Sudamérica era la tierra del futuro: "Nosotros estamos en nuestra aurora, la Europa toca su occidente".

La idea continental no pudo ser ni comenzada a ejecutar debido a la derrota de Huaqui que destrozó el ejército patriota. Pero Monteagudo la retomó, y llegó con los años a convertirse en su expositor más sistemático, mucho antes que Bolívar, a quien generalmente se le atribuye. Así lo reconoce Benjamín Vicuña Mackenna: “Un hombre grande y terrible concibió la colosal tentativa de la alianza entre las repúblicas recién nacidas y era el único capaz de encaminarla a su arduo fin. Monteagudo fue ese hombre”. Tornel y Mendivil agrega: “el primero en recomendar el proyecto verdaderamente grandioso fue el coronel Monteagudo”. El propio Bolívar le dice en carta, reconociendo la autoría de la idea: “Es un gran pensamiento el de usted … el convidar a los pueblos de América a reunir un Congreso federal.”



Ya muerto Castelli, Monteagudo, en la Asamblea del año XIII, asumió abiertamente la bandera continental frente al localismo. El Gobierno encarga dos proyectos de Constitución: uno oficial para las Provincias Unidas, y otro confeccionado por la Sociedad Patriótica, que dirige Monteagudo, el cual establece en su artículo segundo que las Provincias americanas se unen en asociación para formar la Constitución de los Estados Unidos de América del Sur. En 1822, como ministro de San Martín en Perú, toca a Monteagudo redactar con Joaquin Mosquera los tratados peru-colombianos, consagrando la unión militar de ambos países y la intención de convocar al resto a una alianza superior. Retirado San Martín de la escena, Monteagudo arrima su proyecto continental, consistente ahora en la conformación de una gran confederación de estados, a quien aparecía como el único hombre capaz de llevarlo a cabo: Bolívar. Por pedido de éste escribe su famoso “Ensayo de una Federacion General de Estados hispanoamericanos y Plan para su organización”, que se encuentra inconcluso en su escritorio a su muerte, y en el cual proponía la unión de los pueblos hispanoamericanos en una alianza militar ofensiva-defensiva para resguardarse de toda invasión foránea, y una unidad política para establecer normas comunes, prevenir conflictos y reforzar la estabilidad de las nuevas repúblicas confederadas.

Si este proyecto soñado por Castelli y sistematizado por Monteagudo se hubiera realizado hace dos siglos, hoy América del Sur sería una de las principales potencias del mundo en vez de haberse visto sometida al colonialismo inglés y luego yanqui, a las dictaduras cipayas y a la entrega y saqueo de nuestras riquezas.

¿Se comprende por qué el recuerdo de estos hombres era tan peligroso, y por qué los historiadores de las oligarquías cipayas, entregadas de pies y manos al imperialismo inglés, tenían que ningunerarlos y denostarlos?

Estas ideas fueron reasumidas por todos los grandes pensadores políticos. El ejemplo clásico es Perón, quien promovió en su primer gobierno la la unión de Argentina, Brasil y Chile (el ABC) como base para una futura unidad del continente. Años después, Perón seguía insistiendo con que una America Latina desunida no se podrá defender: “nos van a quitar las cosas por teléfono”, auguraba. Observen las parábolas de la Historia: tocó a otro argentino, Néstor Kirchner, ser el primer secretario general de la Unasur, el más reciente y exitoso intento de plasmar en la práctica las grandes ideas de Castelli y Monteagudo.

Hay otras cuestiones en las cuales maestro y discípulo coincidieron. Ambos eran hombres decididos, que creían en la voluntad como motor de la historia. Castelli lo demostró con acciones y Monteagudo además lo proclamó con hermosas palabras que lo convirtieron -segun Ricardo Rojas- en "el mejor escritor político" de la Revolución, haciendo reiterados llamamientos a ser decididos y enérgicos desde las páginas de La Gaceta, de Mártir o Libre, o de cualquiera de la media docena de periódicos que publicó a lo largo de América. "La Patria está en peligro y sólo nuestra energía podrá salvarla", repetía. Como su maestro, Monteagudo creía que el miedo y la falta de confianza son peores que las armas de los tiranos. Un pueblo que quiere ser libre no puede ser temeroso, proclamaba. "Para una nación débil y cobarde su misma seguridad es peligrosa (...) mas para un pueblo intrépido y enérgico los más graves peligros son otros tantos medios de hacerse respetable". Para esto resultaba indispensable afianzar la autoconfianza popular.

En aquella época, como hoy, pululaban los derrotistas, los que querían sembrar desaliento en el pueblo y hacerle perder la fe, para que aceptara con resignación las cadenas. Van der Koy y Morales Solá tuvieron muchos ancestros. Eran los que vivían presagiando desastres y todo lo encontraban imposible si no contaba con el visto bueno de Europa, o al menos de algun país europeo. A esos cobardes y derrotistas cipayos, Monteagudo los llamaba "apóstoles del miedo", frase que recuerda a la de otro intelectual argentino que habló de los "profetas del odio". Y con mayor dureza aún escribía estas palabras que parecen dirigidas a ciertos "comunicadores" de la actualidad: "Dudar o hacer dudar del buen éxito del sistema de un pueblo, mostrando en problema su suerte, es cobardía, es infamia, es una traición". Como tambien reviste extraña actualidad su caracterización de los medios opositores a San Martín en Perú, que publicaban mentiras sistemáticas contra el Libertador: "sólo creen que hay libertad de imprenta cuando puedan ejercitar la detracción".

Y señalaba que el ataque infundado a los gobernantes legítimos es "una de las señales más precisas de la falta de un espíritu nacional". Castelli y Monteagudo conocían muy bien las estrategias de dominación, y sabían que estas comenzaban por las cabezas. Por eso su acción política fue siempre arrojada y hasta temeraria, pues querían romper con las cadenas del "no se puede", demostrando por los hechos que sí era posible. Monteagudo pensaba que había que librar una batalla cultural contra los “principios góticos”, es decir, las ideas inculcadas por los colonialistas, y se anticipaba a Jauretche al describir la dominación mental de América: “Los pueblos habían olvidado su dignidad y ya no juzgaban de sí mismos sino por las ideas que les inspiraba el opresor”, decía.

Fiel a Castelli, Monteagudo fue precursor de un pensamiento nacional latinoamericano. Sostuvo que los americanos del Sur debíamos reflexionar con nuestras cabezas y no con las de los europeos: algunos supuestos sabios de afuera "extienden su imprudencia hasta el extremo de dar planes de reformas para el nuevo mundo desde las márgenes del Támesis o del Sena", sin tener la menor idea de nuestra realidad e idiosincrasia, observaba. Como se ve, la costumbre de enviarnos fórmulas mágicas desde los centros de poder (y la de las elites nativas de aceptarlas como verdades reveladas) es de vieja data. Proponía el desarrollo de un pensamiento e instituciones propios, frente a los aplicadores de recetas al estilo Rivadavia.

Monteagudo tenía claro que nunca había que confiar en las buenas intenciones de Europa. Desde Colón, recordaba, "empezó a hervir la codicia en el corazón avaro de los estúpidos españoles", pero esa codicia era común a todos los europeos. "Desengañémonos: todas las naciones de la Europa aspiran a subyugar la América", decía. Y recordaba que eran como "leones de Libia" al lanzarse sobre las riquezas de otros continentes. Pero mayor severidad le merecían los cipayos y traidores: "¿Quiénes son más culpables? Los europeos no, porque al fin es natural que sientan perder lo que creyeron poseer eternamente. ¡Pero los americanos! Yo no creo que tengan bastante sangre para expiar sus crímenes". Palabras que tienen tambien sus implicancias en la historia posterior...

Castelli y Monteagudo eran inexorables con los contrarrevolucionarios. Compartían la visión de Moreno de que eran "las cabezas de ellos o las nuestras", y habían visto morir a muchos compañeros a manos de los colonialistas, en el patíbulo o en las infames prisiones. Sabían que si eran derrotados les esperaba la muerte precedida de torturas y humillaciones. Por eso no dudaban a la hora de perseguir sin tregua a los enemigos. El antiespañolismo de Monteagudo era proverbial: llamaba a los españoles "raza impía", fieras, asesinos, usurpadores, verdugos inhumanos, y hacía un constante llamamiento a combatirlos. Siendo gobernante del Perú, aplicó los mismos principios que Castelli en el Alto Perú: confiscó a los realistas ricos para "quitarles los medios de corromper al pueblo y hacernos oposición". Se vanagloriaba de que antes de su llegada al poder había en Lima 10 mil españoles dueños de la mayor parte de las riquezas, y que al renunciar a su cargo, apenas si quedaban seiscientos: el resto se habían ido. "Esto es hacer Revolución", diría, "porque creer que se puede entablar un nuevo orden de cosas con los mismos elementos que se oponen a él es una quimera".

Ambos acusados de crueles, no eran más que revolucionarios de su tiempo. Rodríguez Peña diría: "Castelli no era feroz ni cruel. Obraba de tal manera porque así estábamos comprometidos a obrar todos. (...) Lo habíamos jurado todos, y hombres de nuestro temple no podían echarse atrás.". Adviértase que los que acusaban a Castelli y Monteagudo de crueldad por las ejecuciones de jefes militares realistas que en la mayor parte de los casos eran criminales asesinos, nunca se quejaron por los miles y miles de asesinatos cometidos por los realistas contra los pueblos... Tal vez si estos próceres hubieran masacrado a los pobres, los gauchos y los indios, habrían merecido el aplauso de semejantes críticos...

La lealtad entre maestro y discípulo fue ejemplar. Cuando Castelli cayó en desgracia, perseguido primero por los saavedristas y luego por los rivadavianos, fueron Monteagudo y Nicolás Rodríguez Peña quienes más firmemente lo defendieron. Mientras sus acusadores indagaban sobre la vida privada de Castelli, sobre si bebía o frecuentaba mujeres, en un juicio verdaderamente vergonzoso, el gran tribuno, enfermo de cáncer de lengua, apenas podía hablar para responder las acusaciones. Monteagudo se convirtió en su vocero, definiéndolo como un hombre "tan celoso de la felicidad general que hasta el más virtuoso espartano admiraría su conducta con emulación".

Castelli, aún con la lengua amputada y privado de libertad, prosiguió haciendo política hasta el último día. Aconsejó a Monteagudo ingresar a la Logia Lautaro y tuvo la satisfacción de saber de la caída del Triunvirato y de su enemigo Rivadavia -organizada por Monteagudo junto a San Martín y Alvear- cuatro días antes de morir. Mientras en Buenos Aires lo defenestraban, su mensaje y su acción siguieron vivos, evocados con cariño y gratitud por las comunidades indígenas, que lo creían un Inca redivivo. Al tiempo que agonizaba, se produjo en la sierra peruana una sublevación de diez mil indígenas contra el dominio del hombre blanco, reclamando el regreso del "rey Castel" (así deformaban su apellido): único gobernante que en 300 años de esclavitud había reconocido su dignidad como personas.

Monteagudo fue fiel a su maestro hasta su propia muerte, acaecida en Lima, mientras procuraba instrumentar la idea grandiosa de Tiwanacu de una Confederación hispanoamericana al lado de Bolívar. Sabía perfectamente que la oligarquía limeña lo quería matar, pero tambien había aprendido que hay cosas por las que vale la pena dar la vida, y así fue cómo dos sicarios le hundieron una daga en el pecho. Quienes lo acusaban de haberse enriquecido con las expropiaciones a los españoles se llevaron un chasco: fuera de efectos personales y algunas joyas, el hombre que desde los veinte años estaba en el poder no tenía patrimonio alguno. Se cumplió, en la trágica muerte de ambos patriotas, lo que el propio Monteagudo había profetizado: "Los que sirven a la patria deben contarse satisfechos si antes de elevarles estatuas no les levantan cadalsos".

Este repaso permite comprender cuánto de actual hay en el pensamiento y la acción de maestro y discípulo. Ellos lucharon contra injusticias sociales seculares, contra la explotación inhumana, contra el despotismo y el oscurantismo, contra el colonialismo europeo. Lucharon por la igualdad, la libertad, la independencia y la unidad de América del Sur. Y son todas luchas vigentes, luchas que debemos continuar.

Los "apóstoles del miedo" los consideraban utopistas alejados de la realidad, cuando eran simplemente visionarios. Dado que las ideas que promovieron fueron sofocadas a manos de las oligarquías racistas asociadas al imperialismo inglés, durante mucho tiempo se pensó que habían sido derrotados. Sin embargo, como decía Cristina ayer en su discurso, la historia no es lineal, tiene avances y retrocesos, y al cabo de doscientos años aquellas ideas maravillosas esbozadas por estos dos hombres en inmediaciones del Titicaca resplendecen como uno de los más luminosos legados de la Revolución sudamericana. Un legado, no para admirar desde la soledad del erudito, sino para convertir en ardiente militancia y en inspiración combativa.

Muchas gracias.





CONFERENCIA PRONUNCIADA POR EL ESCRITOR JAVIER GARIN. EN EL STAND DE PRESIDENCIA DE LA NACION ARGENTINA, EN LA FERIA INTERNACIONAL DEL LIBRO DE BUENOS AIRES, EL DIA 28 DE ABRIL DE 2012, DURANTE EL CICLO DE HOMENAJE AL PENSAMIENTO NACIONAL.




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