Jorge Julio López está donde los represores querían que estuviera, y para eso lo sacaron de su casa de Los Hornos, lo privaron de ver la sentencia contra su verdugo y lo transformaron en un desaparecido. Sabían muy bien que sus compañeros sobrevivientes de la dictadura no permitirían que su nombre, su historia, su valiente testimonio pasaran al olvido. Así se aseguraron de que sus víctimas completarían su propósito: reinstalar la noción de que en Argentina se puede volver a desaparecer como cuando ellos tenían el poder. Así demostraron que no lo perdieron del todo.
López desapareció primero en 1976, cuando la patota de Miguel Etchecolatz lo secuestró, y hace cuatro años lo volvieron a desaparecer cuando ya se había convertido en una pieza clave del enjuiciamiento a los represores bonaerenses. Ahora casi desapareció de los medios.
Con López sucede lo mismo que con el atentado a la AMIA: vuelve a ser noticia en los aniversarios. El Estado que fracasa, involuntariamente o no, en los esclarecimientos de estas tragedias genera algún anuncio para mostrar que estos casos siguen en la agenda, cuando en realidad nunca estuvieron con la magnitud que las víctimas hubieran pretendido. Para estos cuatro años el poder político recibió a la familia de López, hizo declaraciones previsibles y elevó el monto de la recompensa a cambio de información. Más legítimas suenan las iniciativas por la memoria producidas por organismos de derechos humanos: marchas, murales, y otras expresiones artísticas inspiradas en el repetido e insatisfecho reclamo de “aparición con vida y castigo a los culpables”, al que este año se suma el de esclarecimiento del asesinato de la testigo Silvia Suppo y el rechazo a la criminalización de la protesta social.
López está en Wikipedia y en Facebook, aunque esta red social haya bloqueado la página que llegó a conseguir 27 mil adhesiones.
López tenía memoria, una memoria que ayudó con anotaciones volcadas en cuanto papel caía en sus manos. Por eso el 14 julio 1999 declaró en el Juicio por la Verdad de La Plata y relató que compartió celda con Juan e Isidoro Graiver, cuando estuvo detenido en la Unidad 9 de La Plata durante la dictadura. “Y fue un militar y le dijo: ‘Mirá Graiver, te vamos a sacar y te vamos a fusilar, porque vos fuiste el que les dio plata a los guerrilleros para que maten a nuestros soldados’, le dijo, esa noche”, contó el albañil.
López es un expediente judicial que se fue deshilachando hasta quedar en la nada, a pesar de la insistencia de los querellantes que nunca pudieron remontar en juzgados y fiscalías la negativa inicial de la policía para buscar en serio al testigo desaparecido. Es una causa producto de “una mezcla explosiva de inoperancia, complicidad y encubrimiento”, como la definió Adriana Calvo. No hay imputados, mucho menos detenidos. No fue prioridad cuando debió serlo, y ahora menos, ya que en el mismo juzgado todos los recursos están destinados al caso Papel Prensa.
López nos recuerda que el aparato represivo no fue desmantelado y que los juicios avanzan pero sus testigos siguen en peligro.
“López es la noticia que nadie quiere escuchar”, decía Eduardo Aliverti en diciembre de 2006. Y vaticinaba la batalla contra el olvido. Pasados apenas tres meses, el locutor y periodista advertía que “la dirigencia partidaria, los medios de comunicación, los sindicatos, las organizaciones profesionales: se diría que todos, excepto algunos espacios, partidos de izquierda, organismos de derechos humanos y luchadores sueltos o agrupados, se han olvidado de López”. Por entonces la familia de López le había enviado una carta al Presidente en la que también quiso conjurar el advenimiento de la amnesia colectiva. Su mujer y sus hijos habían implorado “que Tito (así lo llamaban ellos) no se convierta en el primer desaparecido/olvidado de la democracia”.
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