Estimado Mempo:
Perdóneme la confianza de tratarlo por su nombre o apodo, pero él siempre me resultó simpático y fue uno de los factores para que siempre lo lea con gusto cuando opina. Sospecho que, si yo lo conociera y tuviera el gusto de charlar con Ud., estaríamos de acuerdo en muchos de nuestros juicios y valores. Al menos así lo sentí desde la polémica con Osvaldo Bayer por el homicidio del jefe de policía Falcón por intermedio de Página/12. Yo, humildemente dicho, estaba de su lado y algo escribí sobre ello, que hoy no hallo.
Pero me parece que su opinión (“¿De qué hablamos cuando hablamos de Justicia?”, Página/12, 19/1/2012), es, cuanto menos, una simplificación que reduce la posibilidad –abstracta– de atacar el problema y, eventualmente, de buscarle una solución.
Para que conozca a quien le escribe: en lo que al tema concierne, soy jurista, jurista anciano y creo –no me concierne ni me gusta juzgarme a mí mismo– que he sido honorable en el ejercicio de mi profesión en todos sus aspectos: docencia, abogacía y función judicial.
Por lo demás, a pesar de haber sido juez durante muchos años de mi vida, siempre critiqué la labor de los jueces, el lenguaje de los jueces, las creencias de los jueces en sus decisiones. Puedo dar fe de lo que digo, pero me consumiría demasiado espacio y, además, Ud., seguramente, encontrará quien no lo crea así o me critique.
Su opinión puede sintetizarse por la denuncia de que la justicia de los pobres es de mucho menor calidad que aquella que experimentan los ricos o pudientes (en varios sentidos). Y yo creo que Ud. tiene razón o se aproxima a la verdad pero, en cambio, no creo que esta advertencia sea distinta a la misma afirmación en otros campos del conocimiento.
Ud. mismo trata el caso de la niña embarazada por violación que no consigue interrumpir su embarazo. En realidad –según lo expone en Página/12, un día antes de su opinión, alguien con mayor prestigio– ése no debería ser un caso judicial. Al menos podemos concordar en que, mucho antes de la intervención de un juez –innecesaria–, el problema corresponde al ámbito de la salud. Y el mismo caso nos ilustra acerca de algo que ya sabemos: el ejercicio de la medicina no es idéntico para los pobres que para otros más poderosos, sobre todo, económicamente. Los pobres sufren todo de mala calidad; el problema se repite cada vez que ellos deben acudir al auxilio ajeno, sobre todo estatal. Esto es aquello que se invoca, en primer lugar, con la palabra “vulnerable”.
Pero, por otro lado, Ud. revela, a mi juicio, una exagerada confianza –a través de una crítica exagerada de su aplicación real– en el Derecho Penal como sinónimo de justicia, o en la solución de la pena estatal, mejor aún, de la privación de libertad, mejor, de la prisión, pues, según intuyo, los casos que critica tienen de común la llamada “impunidad”, tanto en su iniciación como en su final.
Según yo opino, no resulta argumentablemente justificable que unos seres humanos encierren a otros. La prisión como castigo no soluciona problema alguno, sino que crea al margen otros problemas. Debo admitir que culturalmente no toleramos que algunos hechos graves, como el homicidio y el ejercicio de diversas violencias graves, no sean provocadores del encierro, tanto para sospechosos inmediatos como para juzgados. Y también que la regla cultural le es aplicable directamente a los vulnerables, mientras que los que pueden defenderse con idoneidad consiguen esquivarla, al menos durante el comienzo y la tramitación del juicio. Pero seamos también justos y digamos que esta última aplicación es la correcta, en el sentido republicano, pues antes del juicio y de la sentencia todos gozamos de la presunción de ser inocentes. El problema, según creo, es la solución inútil e injusta que representa la prisión para cualquiera y que sólo es tolerable ligada a una aplicación mínima, igualitaria para todos, pero mínima.
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